domingo, 29 de abril de 2018

LA BRECHA (Cuento)

La Brecha  
   La Vega, 28 de Enero del 2018
                             
Colección: Travesuras En El Barrio
Autor: Miguel Casimiro

Unos ojos castaños asoman brillantes, fascinados, por la diminuta brecha en la pared. En el estrecho y lúgubre callejón entre casas colindantes, contenida la respiración y casi todo movimiento, el silencio se hace escarchas, y las tensas emociones arrancan imperceptibles sonidos guturales, prematuros al nacer. Desconectados del barrio sus pensamientos, vuelan en un sólo rumbo.

En el interior de la casa, en la pequeña y semioscura habitación, cuatro siluetas taciturnas sostienen sobre el piso a la muchacha de curvas generosas que, minutos antes, cruzó deprisa la calle pedregosa desde el caserío del frente. Esperando ver a la cuñada enferma, postrada sobre la cama, penetró en el lugar, cuando estas personas, enmascaradas, le echaron manos sin emitir palabra. Al principio sonrió creyendo que se trataba de una de las típicas travesuras en el barrio. Luego, llena de miedo, percibió el peligro real.

Se encuentra tirada boca arriba en el polvoriento suelo, atrapada piernas y brazos, un intenso escalofrío terrorífico la deja aturdida. Postrada a merced de estas extrañas personas, sólo siente esas reacciones tan gélidas como un témpano de hielo errante entre los mares de sus nervios. Teme perder su más apreciado tesoro, la dignidad. La cual, sorteando con sabiduría las puntiagudas adversidades, ha logrado defender con éxitos halagüeños.

Una quinta sombra se agacha sigilosa entre sus piernas. Ella la presiente aproximarse con su intensa aura de calor y el tufo agresivo del alcohol. La vulnerable cercanía la despierta del breve letargo. La electricidad escalofriante de su amargura le recorre palmo a palmo cada punto del cuerpo. Queda estupefacta al sentir con aspereza que le saca la falda de poliéster, le arranca de un tirón las pantaletas, y deja al descubierto toda su santa belleza. La tela le quema con el roce la suave y delicada piel cobriza. Intenta gritar y girar las manos atrapadas para clavarle las uñas ponzoñosas. Pero una mano fuerte le atenaza la boca y, con ronca voz, le dice al oído: “Quédate quieta, que te conviene… por tu bien.” Siente las pétreas callosidades lijar sus labios y la presión de los gruesos dedos que le impiden respirar con libertad. Tiembla temerosa por su vida, y se le hace un nudo en la garganta.

En absorta contemplación, a los ojos tras la brecha se le embruja la inocencia, al recorrer las impresionantes curvilíneas de la muchacha. Revuelan en su mente las imaginaciones de los teóricos detalles apasionantes que había escuchado sobre las féminas. Se le acelera el corazón al tocarse accidental e inconscientemente la bragueta. Las piernas le tiemblan con inexplicable satisfacción al fluir por su piel los alocados electrones del morboso escalofrío. No entiende con certeza el conflicto mental entre la experiencia y las normas. Por tanto, prefiere dejarse llevar sin voluntad por el caudal de los acontecimientos, y calla por forzada conveniencia. Es todavía un adolescente. Y atraído por el murmullo, curiosea agachado en el callejón.

— ¡Por favor… no lo hagan! - implora la muchacha girando la cabeza con violenta desesperación. Procura inútilmente liberarse, una y otra vez. La aturden las malévolas intenciones de aquellas gentes. 

En sus tensas sacudidas, la saliva le brota espumosa y la escupe sobre quien la sofoca. Esto enfurece los perversos propósitos de la quinta sombra, quien suelta a granel algunos amenazantes regaños incoherentes. Y descarga la furia con un segundo tirón que rasga en dos la blusa adornada con exuberantes rosas. Los pechos grandes, al descubierto, rebotan voluptuosos y palpitantes sobre la fornida canasta de su pecho. Apenas florecen sus primeras quince primaveras. Los mejores años fantasiosos y divertidos, ahora haciéndose trizas y casi polvo, ya no vuelan como golondrinas hechas versos. Es la cara falsa de la moneda de la vida.

— ¡Hazlo ya, pendejo! - ordena con excitado enojo la sombra femenina empinada a su espalda. La aterrorizada joven fija la mirada hacia la voz. Aunque no distingue lo suficiente los contornos por el trasluz del humedal en los ojos. Busca con ávido asombro acusador, y el llanto es represado por la turbulenta ansiedad. No puede creerlo. Nunca aceptaría que nadie le hiciera una cosa así, debía reservarse intacta para su pareja, y sólo después del matrimonio.

Le palpita tan fuerte el corazón, que amenaza salir del pecho volando como una paloma asustada. La noche continúa fluyendo con el bullicio en las primeras horas al escucharse en las radios, entremezcladas, el rosario, los programas bachateros y los juegos de béisbol. Y los escasos gritos de la muchacha no llegan más allá de éste punto.

— ¡No seas pendejo, tío! ¡Dale arroz, que carne hay! - grita la voz chillona semejante a la de un niño que le presiona un pie. La quinta sombra se suelta el cinturón, baja los pantalones jeans con apresurada excitación, y luego se arrodilla entre las piernas de la muchacha. Ella logra cerrarse en tijeretas para evitar toda cercanía dura y penetrante. Sólo unos segundos, y la vuelven a despatillar de par en par. Como mosca repugnante y pegajosa, él lame la piel tensa y sudorosa. Resbala la lengua salivosa bordeando el firme contorno femenino y, cual perro callejero, mordisquea las fresas oscilantes como si fueran desperdicios entre zafacones. Intenta desconectarse de los espectadores, y pretende incitar el morbo clandestino de la petrificada neófita adolescente. A ella el sentimiento de rechazo se le confunde placentero al recorrerle con los labios la casta circunvalación de la quebrada  entrepierna. El monte sin espinos se estremece celestial con cada ida y venida, cierra los ojos para olvidar, se muerde los labios como procurando asesinar las sensaciones y regresa al recordar que no es un sueño.

Todavía habita en la mente depravada del hombre la inecuación de la esclavitud de la mujer. Pero Erineida no acepta esta desigualdad social, y se sacude en torbellinos repeliendo, repetidamente sin efecto, el clímax dulce-amargo. Nadie le había tocado de esa manera inapropiada. Aunque sin éxitos, su padre lo intentó en múltiples ocasiones. Hasta ahora, es la única de las cinco hijas de Rufinito a la cual no ha prostituido en la flor de la vida. A las demás las entregaba por unos cuantos pesos para comer y degustar los cigarritos de a peso y las botellas popularmente llamadas chatas de ron. Revolotean, entretejiendo su ser, los fantasmas de todos esos insoportables pensamientos.

Una vez más, saca las fuerzas del coraje sin mancilla, y muerde con furia la mano que atenaza el silencio encarcelado en su garganta. Incorporándose como un látigo serpentinero, le pega un fuerte cabezazo sobre la enorme nariz de frononó. La sangre  brota a raudal, cae tibia sobre ella y abundante entre los senos. Ella siente repugnancia urticante, como ácido volcánico que le quema la sensible epidermis enrojecida por los rudos apretones. A la quinta sombra se le intensifica el dolor nasal y siente vértigos. En cuclillas, mete el rostro entre las piernas. Se tambalea. Las siete pulgadas de miembro viril, antes enaltecidas y amenazantes como un cuerno de rinoceronte,  caen flácidas, apenadas, arañando el polvo. Y aturdido desciende como un fardo en el regazo de la muchacha.

— ¿Ignacio?… - le sale como bala de cañón, el posible nombre de la miserable y malévola quinta sombra, quien cree puede ser un vecino, que desde formadas las primeras fogosas curvaturas de su cuerpo, la mira con deseo. Las siluetas se quedan todas intrigadas mirándose entre sí. ¿No le conocen? Y cada quien le da un palmetazo burlón en sus hombros con un “dale pa’lante, Ignaaaciiiooo…”. Él se levanta reanimado y se tongonea con orgullo, sin decir nada inteligible para mantener el enigma. El ronroneo y rechinar de las máquinas por la calle sin asfalto distrae toda la atención de los transeúntes. Prefieren ver quienes van y vienen, y no a quienes consideran parte del cotidiano picoteo de las gallinas putas entre las casas. Ruidos y murmullos es el armonioso discurrir comunitario hasta más allá de la media noche.

— Voy a denunciarlos…si no me sueltan… - titubea una vez más con mucha furia, y procura arquear su espalda como un resorte para quitárselo de encima con el torque. Él la vuelve a planchar contra el piso, haciendo uso de la fuerza vertical del robusto volumen de su cuerpo. Y la deja, prácticamente, como una hojarasca seca, sin aliento. Se queda quieta, exhausta por el esfuerzo. Tiembla poseída por las contrapuestas conmociones entre su jardín del Sur en flor y el copioso rocío pegajoso del coraje que le invade el Norte. Pero el acero de mujer no se templa con el fuego de las caricias forzadas ni con los besos del infierno. Es mujer leal a su rebelde dignidad.

— Nadie te creerá, ni con las pruebas - le advierte una de las sombras, recordándole las deficiencias de la justicia en los tribunales. Y le deja caer una sonora cachetada sobre la mejilla sudorosa. De inmediato enrojece la hinchazón, y brotan torrenciales las primeras lágrimas que no logran ahogar el dolor de haber reconocido en esa voz posiblemente a su cuñada, ¿o la desgracia la confunde? No está segura de nada. No sabe quiénes son estas bestias con el rostro encubierto. Ahora, con el cerebro sacudido, recuerda no haber visto los muebles de la sala, ni percibe nada de ajuar dentro de la habitación. El remordimiento la atormenta un tanto más por no hacerle caso al consejo de su madre, al decirle:
— Si Mecha te quiere ver, mejor es que venga ella. - Pero no hizo caso por su briosa juventud. Y se marchó a escondidas pensando, tan sólo, en la urgencia de la enfermedad de la cuñada.

— Si vinieran por mí - piensa, pero en su casa no se sabe si ya la echan de menos. ¿Es posible? Si su novio se enterara, llegaría y la salvaría. Pero podría estar ocupado en el trabajo, o derribado, borracho en algún cabaret.

La quinta sombra arde entre sus propias llamaradas de furia. El dolor punzante le sigue barrenando desde la nariz despedazada hasta el cerebro empedrado por las ganas. Muy irritado, se limpia con las odoríferas pantaletas de Erineida. Y como si algo le importara, mera contradicción, también le asea los senos con firme suavidad y perversa embriaguez literal. La acerca, la manosea, y aspira las feromonas de su olor. Ella se estremece confundida por los roces autoritarios. ¿Le desea con el cuerpo, pero no con la mente? Ni eso lo comprende lo suficiente todavía, y tanto más sin saber quién es. Su descampado cuerpo titirita de miedo, y se despabilan las compuertas de sus sentidos. La vergüenza de la desnudez le atiza el arrebato y la tenacidad.

— ¡Asqueroso! ¡Maldito gusano! - le enrostra ella, apuñalándolo con la mirada inquisidora y enfurecida. Y vuelve a llorar copiosas perlas mientras busca en los alrededores algún consuelo inexistente.

Los demás están ahí, tan callados como pueden, desesperando en turbulentos anhelos inexplicables. El morbo empalagoso se fermenta en cada uno como el mosto de las uvas de la discordia. El tiempo se les hace corto para atracar el barco de los deseos placenteros en el paradisíaco y robusto puerto del Sur de Erineida. Todos quieren sumergirse en sus juveniles aguas cristalinas. Pero arremeten entre ellos las disputas, los desacuerdos.

— ¡Apúrate, maricón del Diablo! ¿Acaso te gusta jugar con las pelotas? - le vuelve a presionar la inquieta sombra de contorno femenino. Teme que su apetito lésbico se eche por la borda en el mejor momento de sus cumbres borrascosas. La quinta sombra se molesta con las palabras insolentes. Y eso a todo hombre, HOMBRE, le destornilla la razón. Con los dedos encallecidos, como ásperos cinceles del duro trabajo de las construcciones albañilescas, refunfuñando, manosea los delicados pétalos rosáceos de la bragadura de Erineida. Ella yace iracunda y despatarrada sobre el piso de cemento. Asemeja un trébol virgen de cuatro hojas que, contrario a las leyendas, ya no tiene fe, ni esperanza, ni amor, ni suerte.

Reúne toda la fortaleza para zafarse de los captores y defenderse con uñas y dientes. Se lanza decidida hacia la puerta de la habitación con estruendosos alaridos, pidiendo ayuda a voces. Todos se arrojan empaquetados, veloces contra ella, y es planchada sobre el suelo otra vez. La arrastran hasta el centro de la habitación, y ella muerde y entierra las uñas en toda carne que la toca. Grita con desesperación. De inmediato detienen sus forcejeos tirándole por la cabellera. Y la estrellan con ímpetu contra el piso. El fuerte golpe en la cabeza la deja inerte, lánguida por varios minutos.

Un vecino preocupado por los alaridos angustiosos y los gemidos, se detiene a tocar en la puerta principal colindante con la calle. Duda por un instante, pero se atreve con arrojo. Y la golpea fuerte con los nudillos.

— ¿Qué pasa ahí? - pregunta, una y otra vez, mientras golpea temeroso para no meterse en problemas. Erineida, un poco aturdida, lo escucha con claridad e intenta pertinaz responder, pero es callada al instante, sofocada con un trapo. El sudor avinagrado chorrea como lava de volcán entre sus tentadoras curvas interiores. Y tiembla con desesperación por la falta de aire en los pulmones. Pero se niega a ser un fatídico número más de las estadísticas de la violencia contra la mujer. Se esfuerza y lucha. Patalea y se atornilla como serpiente para zafarse sin resultados. Son muchos en contra de su sobrevivencia.

— ¡No seas idiota, cabrón! ¡Destápale la nariz! - le susurra la sombra femenina, al compañero que la sofoca. Le da un empujón. Aparenta ser la mayor y muy experimentada con los hombres al imponer su dominio y las reglas. Es una cascabel excitada, violenta e impetuosa.

— Mejor ve, y despacha al tarugo que toca en la puerta, - le ordena con buen apuntalado temple de voz.
— ¿A quién están golpeando? - pregunta el vecino cuando le entreabre la puerta el ojo atravesado que, con tan horrible facha, espanta hasta las suaves conversaciones.

— No es asunto suyo… Pero pase, para que vea… - y teniéndolo al alcance, agarra una ‘mano pilón’ oculta tras la puerta. Y se dispone a descargarle un fuerte golpe en la cabeza…
— No es necesario, si todo está bien. - No entra, y se va.

La sombra con los ojos estáticos por la brecha, además de estar acostumbrada al escandaloso transcurrir del barrio, percibe con sensibilidad las anomalías de los hechos. Y con sus ya trece años de edad, deja de resultarle divertida la violación de su vecina. A pesar de que todavía le molesta recordar el día que, en la fuente pública del agua, le robó un beso, y ella, muy enojada, le provocó una herida con un latazo en la cabeza. Tampoco siente ya la suficiente curiosidad, como cuando tirado boca arriba, escudriñaba los detalles del cielo raso debajo de la falda de cuantas féminas pasaban por la puerta de la casa.

La noche sin luna, la calle sin alumbrado y la habitación en penumbra. La quinta sombra arrodillada saca su braga, se ajusticia con su propia mano en la primera instancia, y suelta una risotada burlona, tenebrosa, concupiscente. Erineida yace aletargada entre sus piernas, mientras dos sombras, pegadas en sus pezones, le achican el néctar. Agotada, empieza a ceder decidida a terminar con la tortura, y se deja controlar por completo. La quinta sombra se alegra complacida y le recorre el vientre camino abajo, hasta el recodo de la cañada seductora. Allí frota sobre mojado el ardoroso filo de sus ganas y la hunde hasta el fondo del pozo de los deseos. El adolescente tras la brecha se sobrecoge, lleno de culpa ajena. No puede creer lo que ve. Se deja caer a un lado, muerta para siempre su inocencia.

Erineida se estremece, destrozada por el intenso ardor, bañada en sudor y lágrimas. El ritmo con vaivenes penetrantes y placenteros arrastran sus pensamientos a la deriva por un momento. Reacciona, encontrando oportuna la ocasión para al menos desenmascarar a su agresor. Extiende una mano con rapidez y le descubre el rostro de un tirón. El rostro de su padre la deja petrificada, muerta en vida. Prefiere morderse los labios y hacerlos sangrar, para jamás decir nada.

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