Es tiempo ya de presentar algunos de mis escritos. En esta ocasión es un cuento; del cual sé que muchos encontrarán una moraleja o un razonamiento ideológico aplicable a una cotidianidad social.
COMO BURRO ATADO A LA ESTACA |
Febrero/2016
Colección: Travesuras
En El Barrio
Autor: Miguel Casimiro
Siempre
recuerdo aquellos casuales momentos cuando de chicos gozábamos en el barrio. De
todos los personajes del lugar que llegan como olas a mi mente, no hay forma de
olvidar aquel hombre cincuentón, larguirucho como palmera, ligeramente
encorvado, de pasitos reumáticos vacilantes, piel oscura como chocolate y cara alargada,
que vivía del otro lado de la calle pedregosa. Rufinito, a quien con temor más
que respeto sólo sus hijos llamaban Pupo, tenía un temperamento flemático y rara
vez afectuoso. Su trato familiar y carismático con los niños lo mostraba en los
ratos nocturnos de ocio sin preocupaciones. Un detalle peculiar en Rufinito, el
cual le daba un aspecto intelectual contradictorio, era su habilidad fluida y natural
como cuentista. En las noches frescas, a menudo cuando el reloj marcaba las
ocho, los chicos de buen gusto por las aventuras nos escapábamos a escondidas
de nuestros padres para ir a escucharle en la salita de su casa. Cruzar al otro
lado de la calle daba la sensación de pasar por el túnel de una dimensión
maravillosa, donde soñábamos con los ojitos abiertos ser los héroes o los
villanos de los relatos. En mi caso, siempre tenía como novia a la chica más
linda que con mi poco deducir de la vida podía imaginar: la princesa guerrera
que luchaba por la paz y la justicia. Ideales de los cuales nunca disfruté en
la infancia, ni me interesó cultivar al principio de mi adolescencia. Mostraba
ser un feroz picapleitos, nada temeroso del peligro ni de la bravura y
fortaleza de los chicos mayores y grandulones.
Rufinito no
siempre narraba las hazañas de hombres valientes y mujeres hermosas, de igual
manera la flora y la fauna se humanizaban entretejidas con las palabras de una forma
casi real. Sentado en un rincón, en su silla predilecta hilada con cáñamos de
palmera guano, se esmeraba para que nos fuera placentero escucharle pausando
entre copo y copo de humo, mientras fumaba uno tras otro los tóxicos cigarros
de a tres centavos con los que pagábamos el precio de disfrutar tirados en el piso
azul mugroso y lleno de grietas diminutas. Sus descripciones del paisaje nos arrastraban
poco a poco, en un sueño de nubes de algodón y estelas espumosas, a remotos
escenarios de un mundo lleno de fantasías increíbles.
Y es así, cual
viajeros en el tiempo, palabra por palabra, el telón de éste día se desvela como
por arte de magia. La ironía del trópico caribeño donde la época más seca se
torna lluviosa, fresca, retozona y caprichosa como un niño, esos son otros
momentos, excepto hoy… Hoy, el candente sol del mediodía, el aire sofocante y
pegajoso, son infernales. Las moscas traviesas revolotean en zigzag dibujando en
el aire indescifrables abecedarios. ¡Y cuán molestosas son escarbando la piel
salada del burro! Restriegan golosas las patas del noble animal como celebrando
el asqueroso festín torturador. Lamen, insoportables, su trasero sudoroso,
chorreado del inmundo excremento mal oliente. Y de manera irónica se escucha
alegre, divertido, el susurrar cantarín del límpido riachuelo saltando sobre
los peñascos entre los aromáticos pomares en decadencia… allá… monte abajo, después
del espinoso cercado de mayales contiguo a los guayabales. Contrapuesto, más arriba
del camino tortuoso, entre el monte rojizo y pedregoso, un poco más allá del
mango florido y solitario… rumbo hacia el brillante celestial… el incesante
susurrar de los pinares arañan el firmamento con sus delgadas agujas… Cincelan,
divergentes, esfuerzo y sufrimiento, belleza y esperanza, en un verdadero día
de bestia.
Con la boca espumeante
por la resequedad, babeando el polvo rojizo del camino, jadeante, sediento,
casi sin fuerza, el burrito Quilate apenas arrastra sus patas. El peso extremo,
abusivo, de los pesados atados de leñas, desgasta sus pezuñas en los pedruscos
dispersos en el sendero. Y ni decir de la sinfonía de maldiciones acompasadas
por los garrotazos que suelta el dueño sobre su dura cabeza. El amo es un ser
despiadado, alma cruel. Cree que con maltratos le podría hacer subir más aprisa
la empinada ladera del monte. Es el mismo infierno bajo la piel y con el diablo
a cuesta. Paso a paso, con los ojos lánguidos, espíritu de papel, ve Quilate pasar
la oportunidad de ir saboreando las verdolagas y las yerbitas de los laterales reverdecientes.
Es enervante, angustioso, el humo tóxico de muerte del cigarro. Carga, golpes y
las palabras injuriosas le apuñalan el poquito deseo de seguir. Anhela ser un águila
y volar…fundirse con el aire y desaparecer tras el velo dorado del horizonte. Ser
la espesa lejanía…
Resuena el eco
de los pasos sobre el duro suelo como palotazos sobre un tronco hueco. En la
cima, próximo al rebosante cafetal, se avista ya el contorno de la casita de
tonos claroscuros, llena de muchos sueños tronchados y constantes amarguras. En
el aire que baja se puede percibir el grato olor del guisado mezclado con el
humo asfixiante del cigarro y el punzante sudor grajiento del hombre. Unos cuantos
pasos más y ya están sobre el altiplano… pero no… el acero del poderío equino
se ha consumido casi por completo. Rendido en su flacidez, Quilate cierra sus
ojos con pesadez, y se deja arrastrar por el alivio de la gravedad. Su cuerpo es
succionado hacia el fondo de la hondonada con toda la carga de leña y su desagradable
amo. Ruedan, los tres, dando tumbos y volteretas, cuesta abajo. La carga pesada,
el burro cansado y el otro… el idiota que se chupa el tabaco como si fuera una
gran cosa. El sol parece morirse de risas oculto tras los nubarrones grises bordados
con oro y plata. Con el susto se alborota un gallo pelón que canta perdido entre
los matorrales. La pendiente es algo suave, si acaso es un atenuante en la
caída, pero extensa y resbaladiza por la arenisca. Va cada quien por su cuenta,
separados, entintándose de tierra y malezas, rumbo al sembradío. Y lo penetran
en un santiamén… hasta el mismo centro. Queda destrozado el tierno maizal del
llano acunado junto a la cañada. El trayecto luce como recién arado por una
rastra desyerbadora, decorado de trecho en trecho por los leños dispersos por
doquier.
Se siente un
rato de silencio y aturdimiento, luego unos quejidos. La cortina de polvo se
disipa lentamente y muestra con claridad el fatídico escenario. El jumento yace
despatarrado entre dos surcos. Se incorpora como un resorte impelido por los gritos
de su amo. El miserable está todavía culipandeado, enganchado de modo grotesco sobre
un tronco raído del desmonte. Dan ganas de reír por el amo y de llorar, a la
vez, por el burro. El bullicio maléfico resuena en las alturas, y alerta a la
esposa que atiende en la cocina. Presintiendo algo inusual, corre como espantada
hasta el borde del camino. Pero no era nada nuevo que en verdad pudiera asustarla
a ella. El año anterior el hombre pasó la noche de Navidad tirado en el conuco.
Se deslizó borracho por la jalda a su regreso de la taberna del pueblo. Recordar
el acontecimiento fue motivo de risas durante semanas. No para el desdichado bohemio
que se dislocó el tobillo derecho con una roca. Ya no le preocupa a nadie sus
constantes caídas por el barranco, pero dan mucho que reír las diversas
posturas hechas un garabato, grotescas, dolorosamente divertidas. Es el chiste
a punta de lengua de los lugareños.
— ¡Caer está
permitido; levantarse es obligatorio! –exclama, la esposa, citando el proverbio
ruso que escuchó por casualidad en su juventud. Y ríe a carcajadas mientras se
dispone a recoger y a embalsar los leños en pequeños montículos. La infeliz
mujer se deleita tan sólo pensando en lo oportuno del momento para desquitarse
un poco del maltrato recibido del marido infame. Aunque desea aprovechar la ocasión
para decir muchas cosas más, pero se contiene. Atragantada, se lo calla. Es para
no cuquear por demás las avispas del panal de los malos recuerdos: los
conflictos del matrimonio. Ya con su burlesca presencia aviva suficiente el
fuego del amo contra el burro. Desdichado animal que es un imán para las
dificultades. Pobrecito que sueña algunas veces con un dueño considerado y
bondadoso.
— ¡Endemoniado animal!
¿Así me devuelves el favor de darte cada día de comer? –le grita encolerizado el
inconsciente hombre. Tiene el cuerpo lleno de moretones, arañazos y mugres. Aún
así, piensa que sólo de alimentos se sostiene la vida. El rostro curtido se le
enrojece lentamente. Y el alma revela arderle a llamaradas en el abismo
iracundo de sus notables imperfecciones. Alma pobre, futuro incierto y
tenebroso.
— ¡Ya verás cómo
vas a pagar los daños que has hecho! –replica furioso, una y otra vez,
blandiendo una vara en el aire mientras intenta en vano ponerse de pies. Avanza
adolorido arrastrándose, agazapado, resuelto a castigarlo. Es lo que pretende,
si le dejan.
— ¡Deja el
animal en paz, alimaña ponzoñosa!-le advierte, la mujer, lanzando al aire un
salivazo significativo y paralizador. Y añade:
— Por lo visto,
no sólo necesitas poner firmes los pies, es necesario también cambiar de
aptitud y de estrategias.
— ¡El maldito se
lanzó al barranco!- Justifica, el esposo, todavía desubicado por el dolor.
— La culpa es
sólo tuya por vivir en esta loma insoportable.-interviene, ella, de mala manera;
y le ayuda a pararse con un tirón de brazo. Pero su debilidad le hace volver al
suelo. Y se queda ahí como si les faltaran además los pensamientos. Ella se
tapa la boca para que no le vea la placentera risotada. Y luego pone cara de
ogro para que ni sospeche que lo disfruta.
Para Quilate aquellos minutos son terriblemente angustiosos. Teme la
consecuente represalia. Y petrificado observa con asombro y mucho miedo. Su
lomo sudoroso empieza a temblar por el escalofrío que corre por sus nervios de
acero. Le afecta el coctel del dolor de las heridas en sus patas, y las
palabras amenazantes que pretende comprender por los grotescos gestos acostumbrados
del amo. Un guaraguao curioso observa el escenario desde el firmamento solitario.
Busca con atención pollos y ratones que marotean en el trillo del pastizal. No
es su momento de suerte, y se aleja en el espacio áureo y transparente. Dos
muchachos corren hacia el borde de la cuesta, luego de notar la humareda del
caldero quemándose en el fogón de ladrillos y la ausencia de su madre en la
cocina. Perciben desde ya todo lo que pasa sin atreverse a comentar. Contemplan
preocupados por un rato la hondonada. Luego reaccionan y van presurosos llevando
una silla hacia el maizal. Saben ya, por las continuas malas rachas de su padre,
que la manera más práctica de regresarlo al sendero es llevándole cuesta arriba
sentado en la silla. Al maltrecho borrico nadie le cura sus heridas. Peor todavía,
le dejan tirado allá abajo en una apestosa pocilga recién abandonada. Es tormentosa
la soledad al caer el manto de la oscuridad y el silencio acompasado por el
canto de los grillos. Acongojado, adolorido, con hambre y por demás sediento, comienzan
a fastidiarle las virulentas ponzoñas de los mosquitos y su molesto sisear en
las orejas. La poquita vitalidad se le extingue sacudiendo la cabeza, abanicando
la cola y las orejas, y ondulando el pellejo como un tsunami, procurando en
vano deshacerse de las picaduras. Pero le vence el sueño, el cansancio y los
malos pensamientos.
El canto del gallo rompe el silencio resonando de loma en loma al
clarear radiante la mañana. Cojeando y refunfuñando su mal genio va, el amo, hasta
el frondoso árbol de jobo que crece entre los algarrobos, junto al camino
principal. Procura cortar una rama baja que vigorosa se mece coqueteando alegre
con el cálido viento primaveral. En un claro pedregoso entre el conuco y la
cañada, clava la estaca. La golpea con una piedra, bajo una lluvia de
impactantes maldiciones indecibles. Luego, toma el maltrecho asno, cuyo dolor adentro
es mayor que el de sus heridas ensangrentadas, y lo amarra allí como castigo,
lejos del pasto y de toda sombra de árbol. Antes de irse, le echa una mirada
con un odio electrificante. Deja caer
con fuerza la cara del machete sobre la grupa debilitada. El animal se tambalea,
y se pone en guardia para responder con una patada la próxima agresión. Pero
nada sucede… y le deja… en infernal paz.
Noche tras noche, se echa el burro sobre el suelo áspero a llorar su amargo
infortunio. Con la mirada perdida en el estrellado firmamento, busca en vano un
consuelo inesperado en la insondable lejanía. Un bálsamo tal vez inmerecido por
considerarse menospreciado por los hombres a los que con tanta diligencia y
generosidad ha servido. Al menos no ha vuelto a ver la fiera presencia del amo
desde el accidente. Este descansa en la cama recuperándose de las
complicaciones posteriores de los golpes. Son sus hijos quienes ahora realizan todas
las faenas del campo. Y tienen órdenes de no sobrealimentar el animal como
castigo.
— ¿Qué he hecho para merecer tal desgracia? ¿Acaso no es mucho el agotar a diario mi fuerza a
cambio de un manojo reseco de desabrido forraje que apenas me sustenta?-se
queja, Quilate, mientras deja caer sus gruesas lágrimas en el vacío de la
oscuridad. Resuenan, todavía dolorosas, las ofensas en su cabeza. Piensa en los
deseos hechos pedazos, en lo que pudo ser y no es: ser un burro feliz en la
sabana. Su sedoso pelaje café claro, la franja achocolatada en el lomo semejante
a la quilla de un barco, cruzada por un ribete igual de oscuro de una pata
delantera a la otra; sus orejas circunvaladas de peludo azabache, antes erguidas
a manera de veleros acariciados por la brisa; y el vientre, las patas y el
hocico, blancos cual se hubiese medio enterrado en un charco de cal, son sus
bellos rasgos maltrechos en la desbarrancada. Sus ojos relucientes ya no
brillan tanto. Las orejas caídas hacia atrás confirman su malestar. La sombra fantasmal creada por la tenue luz de
la luna, atemoriza. Sus rebuznos bruscos, a veces inaudibles como un bostezo, expresan
sus temores, y no la alegre y excitante petición de la compañía de una hembra.
Sin
techo que le cubra, tan sólo el inconstante cielo, ni abrevadero para saciar la
sed, no más que un pequeño cántaro medio vacío, y poca yerba para un burro,
tiene Quilate que conformarse. ¡Y cuánto deprecia la soledad!
— El amo no me
recorta los cascos ni cepilla mi pelo. ¡Un saco de pestilente orina, eso es la
vida mía!
— Al menos
tienes tú la esperanza de seguir viviendo, y que llegue el día de librarte de
tus pesadumbres. En cambio yo, estoy aquí clavada en este suelo árido, sin
esperar bien alguno que cambie mi suerte –le responde una voz abatida en el
extremo opuesto de la gruesa soga atada a su cuello. ¡Es escalofriante…!
— ¿Quién eres
que no sabes mi sufrir? ¿Acaso también quieres aprovecharte de mí? –pregunta, Quilate,
sorprendido y parándose súbitamente. Presiente vibraciones, pero no distingue a
ningún ser viviente cerca. Al menos no de los seres a los que está
acostumbrado.
— Soy quien no
deseo ser: lo que te sujeta al suelo y quita tu libertad, un trozo de rama cortada
del árbol junto al camino. La que sin poder hacer nada escucha las maldiciones
y observa el maltrato recibido cada día de tu amo.
— Si es así, ¿por
qué no me libera dejándote arrancar? –propone el burrito, algo desconfiado y sin
entender la verdad de lo que le acontece. El burro es diligente, y no tonto
como muchos creen. También la estaca está lesionada por las abolladuras hecha
por los martillazos al clavarla con la piedra. Estando así la esperanza de
sobrevivir se reduce a un milagro.
— Si por mí
fuera, mejor sería tu suerte. No depende de mí el liberarte, sino del hombre
que dice ser tu dueño, y de este suelo agreste que me oprime con tanta fuerza,
-dice la estaca sintiendo no poder ayudar. Pero no le convence lo suficiente.
— La suerte no se
espera, se construye. Por tanto, mordisquearé la soga hasta hacerla pedazos. Escaparé
tan lejos como pueda, -responde Quilate. Y de inmediato empieza ansioso a mascar
la soga.
— ¡Será peor, amigo!
¡No importa cuán lejos huyas, siempre será un animal prófugo, perseguido y
maltratado!
— Entonces, ¿qué
voy hacer?
— Esperar, y ver
qué trae el mañana. Te aseguro que siempre vendrán tiempos mejores para los
dos.
Como
los burros son especies sumamente inteligentes, contrario a quienes les
aparejan y maltratan, Quilate piensa que lo sensato es hacer caso a los
consejos de la estaca. Tocado por el espíritu mágico del razonamiento y a
fuerza de resignación, comprende que habría de pasar muchos peores momentos al
no poder moverse de aquel lugar e ir tras algún forraje extra que remedie el
escaso alimento que recibe. Aun así decide esperar un mejor momento.
Asomado
a la ventana de su habitación, en ocasiones el amo intenta observar el pedregal
en donde cada atardecer se amarra al burro. La visibilidad es poca desde ahí.
Sólo es posible mirar una parte del paisaje del colorido caserío en el
horizonte, y no toda la falda del monte hacia el llano. Los árboles y los
matorrales cubren un espacio. Su poca salud le impide moverse lo suficiente; y
necesita de tiempo para recuperarse. Esta situación irrita aún más a su esposa.
Si espantoso es dormir con el demonio, cuanto más es pasar todo el día con el
infierno en la casa. Y como dice ella, con
gran desencanto:
— ¡No hay un
hombre más gritón y mandón que cuando éste siente un dolorcito! ¡Mejor es
muerto, y no agonizando por nada!
Él
no se queda atrás rebatiendo, y en pocos minutos las palabras arden a su alrededor.
Los muchachos, atolondrados por el griterío, salen huyendo de inmediato como
cucarachas fumigadas. Prefieren trabajar duro en el campo y no vivir el
suplicio en medio del alboroto. La parte agradable después de dejar al burro en
la estaca, es irse a chapucear a la orilla del río, y lanzarse de clavada en el
charco profundo desde el peñón. Los pomos, con sus hojas verdes brillantes y ovaladas,
hacen de sombrillas techando ambas riberas del río con sus ramas. Recién
empiezan a florecer en este abril. El olor aromático de sus blancas, grandes y
ripiosas flores, y la frescura del agua del río, son muy placenteros al caer la
tarde. Las frutas estarán a mediado de septiembre. Eso obliga a los muchachos a
regresar con tan sólo una funda de hermosos tomatillos que crecen silvestres
entre los conucos. Son para guisar con huevos en la cena. Por fin, todo está en
calma en la casa. Además, por mucho que sus padres deseen continuar sacándose
los trapitos sucios, ya no tienen tanta saliva para continuar el pleito
palabreándose con acidez. Y las noches son reservadas para el descanso.
Allá
en la hondonada pedregosa y solitaria, el burrito Quilate no logra conciliar el
sueño recordando su difícil vida. En especial el fatídico día en que procuró ser
gracioso rebuznando y dando patadillas para que le compraran en la feria del
pueblo. Se sentía aburrido viviendo en la granja donde nació. Y todavía anhela
conocer los hermosos lugares que escucha mencionar desde que era un borriquillo
flacucho y orejón. Ahora entiende con desánimo su error. Echa de menos la
algarabía de la granja en cada amanecer. Añora los trotes con sus amigos sobre
el verde pasto de la pradera, comiendo florecillas silvestres, revolcándose en
el polvo de los altiplanos y salpicándose con el agua de los charcos
empantanados. Eran los días gloriosos de la inocencia con la espinita sutil de
la insatisfacción. El espíritu aventurero que le acompaña siempre, esta vez no le
resulta placentero. Es cruel tan sólo recordar.
— ¡Si pudiera
volver con mis amigos de la granja!-Suspira en silencio y muy desalentado. Pero
se conforma a puras fuerzas.
A pesar de la
incomodidad, Quilate logra quedarse dormido. Es así que tiene una extraña visión
en la que ve crecer la estaca de jobo hasta perderse entre las nubes. Le brotan
grandes ramas floridas, comparable al árbol del camino. Luego, ve llenarse de
abundantes frutas agridulces, de las cuales come hasta saciarse. Mientras descansa
plácidamente bajo su sombra, una feroz lengua de fuego desciende desde el sol,
y la consume en un instante. Ambos mueren calcinados por la insolación. Sus cenizas
se esparcen con el viento sobre toda la jalda del monte. Trastornado por los
detalles de la visión, Quilate se despierta de sobresalto. Con voz hecha un
tembleque, narra lo que puede a su amiga. Se le estremece todo el cuerpo con
los detalles de la pesadilla. Aunque no comprende en nada su significado.
— Es nuestro destino
lo que viste esta noche. De ti depende lo que acontezca- le dice su amiga la
estaca. También siente algo de temor, y trata de disimular estar calmada. Si el
burrito Quilate entra en pánico, podría arrancarla de un tirón. Entonces, ya no
habría esperanza para ella. Su actitud es conservadora. Piensa, que si algo
bueno ha de acontecer, debe ser para ambos. Es que a nadie le importaría un
leño más por ahí tirado; y menos un burro muerto comiéndoselo los gusanos.
— No sé qué
hacer-expresa, Quilate, volviéndose a recostar.- ¿Acaso lo sabes tú?
— Muchas cosas las
aprendí escuchando con atención las conversaciones de los viajeros cuando
reposan bajo al gran árbol del camino. Por eso sé que si no recibo agua y nutrientes
mientras enraízo, moriré lentamente igual que tú.
El
agua que los muchachos le llevan en un cántaro, es poca. Aun así, el burrito
Quilate sigue las sabias instrucciones de su amiga, y la riega cada mañana con un
chorrito. También, mezcla entre sus cascos el estiércol envejecido con el polvo,
y lo deposita como abono a la base de la estaca. Uno a uno, ávidos por la luz
solar comienzan a brotar los primeros retoños. Casi en un tris tras, la estaca
se convierte en un hermoso y frondoso árbol de jobo tan parecido al del camino.
Su follaje refresca todo a su rededor. Multitudes de pájaros vuelan y cantan de
rama en rama como si anunciaran el gran nacimiento de un semidiós olímpico. Si
la alegría es notoria entre los fecundos ramales, tanto más bajo su fronda
corpulenta. Ahora, al burrito Quilate no le quema ya el sol. El fresco
relajante le ayuda a requerir menos agua, y a descansar con placidez
reconfortante. El suelo luce cubierto por un manto de miles de deliciosas y
jugosas frutillas. El burrito Quilate las come en abundancia cada vez que
desea. Claro, trabaja duro durante el día, pero ya no padece por falta de
alimentos. Y si el amo continúa en cama, no tendrá que recibir sus maldiciones y
sus fuertes garrotazos sobre su cabeza durante algún tiempo. Los muchachos son más
considerados. A menudo le llevan de bañada al riachuelo. Estos son sus mejores
días, por el momento.
Los muchachos regresan
a Quilate de vuelta a su lugar en el llano pedregoso cada atardecer. Aprovechan
siempre para recolectar unas cuantas frutillas deliciosas de jobo, para
llevarla a la casa. Desde su silla en la sala, el amo escucha por casualidad de
qué árbol provienen las frutas con las que su esposa prepara jaleas en la
cocina. La ira le encandila, y sale rumbo al llano pedregoso. Se tambalea como
un mono. Lleva el hacha en una mano y el machete en la otra. Observa que el
burro, más que recibir el castigo impuesto, disfruta plácidamente durmiendo y
comiendo bayas en abundancia. Entonces toma el machete, y corta con gran
resentimiento las grandes ramas del jobo. Los ramos golpean al burrito Quilate,
y le torturan al caer con estruendo. El amo le deja ahí de manera mal
intencionada. Los reflejos del amo todavía están debilitados, por lo que tiene
la mala suerte de resbalar desde lo alto, y muere al instante. Su cuerpo se
aplasta contra el duro suelo pedregoso. Quilate se entristece, y llora
desconsoladamente el daño a su amigo. El árbol jobo parece un asta flotándole
tan sólo la bandera. Es terrible. Unas pocas ramas adornan su cúspide.
— No llores,
amigo, que más bien debes de estar feliz por librarte de tu mal,- le consuela
el jobo, recordándole que ya era libre de las maldades del amo.
— De nada me
sirve si no tengo tu protección y tu amistad,- se queja, Quilate, sin parar de
sollozar y viendo la magnitud de la tragedia.
— ¿Acaso no
entiendes? Ahora eres libre de la maldad de tu amo. Más que un gran daño, me ha
hecho un bien podando mis ramas. Ahora crecerán más fuertes y hermosas. Además,
escuché que no tarda en llegar un huracán. Con mi ramaje, los fuertes vientos podrían
desarraigarme del suelo, y morir. Todo obra para bien.
El burrito
Quilate comprende maravillado que a veces las cosas no son tan malas como
parecen. Perder, es también la otra extraña manera de ganar. Por tanto, espera
paciente a ver lo que trae el tiempo. Pronto escucha la noticia de que la viuda,
no soportando recordar la causa de la muerte de su marido, decide aprovechar el domingo de feria y venderle a un
granjero de la comarca. Quiere deshacerse de los malos recuerdos que la
atormentan cada vez que sale hacia el conuco en búsqueda de víveres. A pesar de
no ser tan feliz en el lugar, a Quilate le molesta el hecho de tener que
separarse de su entrañable compañero. Son fieles amigos, y se pasan los días
entre largas e instructivas conversaciones. Va a echar de menos el grato aroma de
las flores ambarinas y el sabor agridulce de las frutas pequeñas, ovaladas y color
anaranjado. La única razón en el monte por la cual la pasa atado, es algo más
que una soga, la amistad.
— No te aflijas,
que a pesar de no estar aquí, estaremos juntos,-le consuela el jobo.-Cuando
vayas a partir, tragas algunas de mis frutas, y transportas así mis simientes
al lugar a donde fueres.
— ¡Aun así, no
estaría contigo!
— ¡Ah, Quilate,
cuántas cosas debes aprender! Observas que mis flores melíferas atraen a las
abejas viajeras. A cambio, recibo los
mensajes de lugares lejanos; y ellas llevan también los míos a quienes amo.
Siendo
de ese modo, el burrito Quilate piensa que quizás un día podría volver a la
granja en donde nació, acompañado de su gran amigo el árbol jobo. No acaba de
comprender del todo cómo podría suceder eso, pero tiene confianza plena en que
se hará realidad de algún modo especial para él. Se aferra a esta idea cuando mira
hacia el firmamento, y una estrella en particular se ilumina un tanto cada vez
más. Un tanto más…
Llegado el tan
esperado domingo de la feria, todo el pueblo se trastorna con la bulla del
gentío. Los campesinos de los alrededores se apresuran a llegar engalanados con
sus llamativas y coloridas vestimentas. Llevan, además, a sus mejores crías:
vacas, cerdos, chivos, aves y equinos diversos. Todos quieren comprar o vender algo.
O simplemente disfrutar paseando con la familia, bailando sobre los entablados
y conversando con los desconocidos o con los viejos amigos. En cuanto los
adultos disfrutan de los tragos, del aromático café montañés, el té de jengibre
acanelado o achocolatado, de las animadas conversaciones de amistad y de
negocios. Los niños hacen travesuras tirándose en los pajales de los corrales; a
la vez, degustan de los típicos dulces de pulpa de coco con piña, jagua con
leche, de cáscara de naranja u hollejo de toronja, carambola anisada, las
tabletas de maní o de ajonjolí, de las deliciosas mermeladas de jobo, de guayaba
y los refrescos de néctares de frutas. Es muy excitante. Hasta los más amemados
se contagian con la alegría del evento. Prefieren vivir la inolvidable experiencia,
antes que quedar solos y mortificados en sus casas esperando que les cuenten
las novedades. Los adolescentes enamorados aprovechan la poca supervisión de
sus padres para agazaparse por los rincones. Dan riendas sueltas a sus
emociones desenfrenadas y apasionadas. La miel de la inocencia se consume en
cada fiesta. Ya criados, hasta nace el amor a primera vista. Son múltiples las
parejas que inician su romance encontrándose en la feria del pueblo.
En la feria
hay de todo, para todos y un poquito más… Es desestresante, rompe con la
monotonía y con el aburrimiento de la comarca. No en vano, es la actividad más
importante, y la más concurrida. Con todos sus atractivos, esta vez no es tan
convincente para la viuda ama del burrito Quilate. Por tanto, deja a cargo de sus
hijos el compromiso de ponerle en venta en la subasta. Quilate se despide del
árbol jobo, y come al máximo de sus bayas. Quiere tener suficientes recuerdos
de su amigo. Los muchachos le dan un baño tibio con creolina para eliminar los
parásitos, recortan sus pezuñas descuidadas, cepillan su pelaje alborotado, le aromatizan
con esencia de yerba buena en aceite de coco, y adornan su cuello con una
hermosa y fragante corona de rosas. Al caer la tarde, descienden hasta el
poblado. Le llevan de la soga, para no fatigarlo y evitar se deprecie su valor.
Una manta bordada con dibujos enigmáticos sobre su lomo y un sobrero de paja en
la cabeza, le dan un toque carnavalesco, espectacular. La belleza y fortaleza
de su cuerpo se perciben a simple vista.
Las calles
están adornadas con guirnaldas de papel, verdes, rojas y amarillas. Al fondo de
la calle principal, se ven en el solar las carpas blancas, arrayadas de colores
brillantes. Sus banderillas aletean semejantes a la cola de un pez sobre las
cumbreras. En la parte central de la explanada se destaca, erecto por encima de
todo, el enorme palo encebado en cuya cúspide se mecen los codiciados regalos colgados
en las crucetas. Se destaca en la punta, un triunfante banderín carmesí
puntiagudo. No es algo nuevo para Quilate, pero se siente algo asustado con el
alboroto. Nunca había estado en una feria de tanto entusiasmo como esta. Procura
mantenerse calmado durante el proceso. No quiere dañar la oportunidad que le da
la vida de marcharse otra vez. La subasta comienza de inmediato con el toque de
las trompetas y al son de los tambores. En pocos minutos se venden varias
reses, un cachorro pastor alemán y luego un borriquillo pardo llamado Cinco-patas.
La atracción del público está concentrada en la incomparable estirpe de la
mercancía. Eso provoca que la puja se encandile por un largo rato. El
contagioso castañeo de los aplausos atrae a la multitud a curiosear recostados a
la empalizada. Los dos muchachos están sorprendidos con las ofertas cuantiosas
e inesperadas. El estupor es aún mayor para Quilate al enterarse que su
antiguo amo es quien le adquiere al final. Resulta que el granjero ya ha superado
la desgracia que le obligó a venderle. Y desde que reconoce el animal, realiza
el esfuerzo por recuperarle. Ahora posee un gran campo de maíz, y necesita una
montura extra para cargar las cosechas. El saberlo, pone más feliz al burrito
Quilate. Le anima la certeza de poder volver a ver a sus compañeros de la
granja.
El burrito no
puede contener la emoción y el llanto al divisar ya próxima la granja. El
camino de arenisca y tierra amarilla es interrumpido por un canal de riego. Se prolonga
sobre un puentecito tapado por el frondoso ramaje de un mango. A la izquierda,
se encuentra la amplia laguna de los patos y de los gansos. Las gramíneas, el
loto blanco de estambres amarillos, y el papiro o paragüitas, bordean sus
orillas. Por toda parte emergen, desde el fondo cenagoso, las espadañas o
eneas. Entre sus hojas largas, erectas y robustas, se destacan sus peculiares
espigas cilíndricas de miles de diminutas florecillas marrones, apretujadas. Al
frente del rancho de dos niveles crecen, graciosas a ambos lados del sendero, las
espinosas trinitarias de flores blancas, las amarillas, las rosadas, las anaranjadas,
las moradas, las rojas, y las rojas de hojas verdes con pintas blancas. Tres
samanes floridos alineados, tipo paraguas gigantes, separan al rancho del establo.
Sobre el cobertizo de la carreta está el granero. Está repleto de paja y
alimentos para suplir cualquier escasez. Otro árbol mango le sirve de sombra. Más
hacia el fondo de la finca, hay un bosque extenso de frutales. El corral de los
cerdos, techado con pencas de palma cana, se encuentra ahí. El verde negruzco
de los pinos ensombrecen las montañas en el horizonte breve. Detrás, se esconde
el sol al finalizar su trajinar diario. Es un paisaje de ensueños… y el verde
intenso del valle entinta hasta el alma contemplativa.
El regocijo en
el establo es ensordecedor al encontrarse de nuevo con Quilate. El cantar del
gallo y el cloquear de las gallinas en el gallinero, el mugido de las vacas en
los corrales, y también el relinchar en la caballeriza, entretienen el momento.
La noticia se propaga por toda la finca. Los cerdos en el monte de frutales y
los patos en la laguna, celebran con júbilo el acontecimiento. Todos quieren
escuchar una y otra vez las aventuras del borriquito. Los días aquí son más hermosos.
El aire que baja desde el monte es retozón y placentero. Quilate corretea
jugueteando por toda la sabana. Paseando por los alrededores del rancho, encuentra
un lugar apropiado para enterrar con sus pezuñas las semillas que transporta en
su panza. Las lluvias y el sol las hacen germinar rápido. Con el tiempo el
espacio se convierte en un gran bosque. El amo se pone muy contento al darse
cuenta de que aquellos árboles sirven de alimento a muchos de sus animales. Ya
no se preocupa por comprar tanta cantidad de forrajes a sus vecinos. Aún más, para
evitar la erosión que amenaza el terreno, toma semillas de jobo y siembra todas
las que puede a lo largo de un barranco.
El burrito
Quilate nunca más ha vuelto a estar afligido. Su felicidad en el rancho es
notoria todo el tiempo. Cada vez que pasa por el bosque de los jobos, pregunta por
su buen amigo que tanto le ayudó. En las últimas noticias, cuentan las abejas que
el jobo ha vuelto a recuperar su verdor y su follaje. Ya no está sólo. A su
alrededor han nacido muchos otros árboles como él. Y a decir verdad, que es
verdad, escuchaba dormitando sobre el piso estas últimas palabras del relato en
el preciso momento en que se presentaba mi madre. Amenazaba dejarme fuera de la
casa, si no acudía de inmediato. Desde entonces se mencionan en el barrio dos refranes
contrapuestos: ‘Quedar tan pobre y triste como burro atado a la estaca’,
refiriéndose a tener todos los recursos escasamente limitados, e ‘irle también como
burro atado en la estaca’, aludiendo tener la buena fortuna de convertirse toda
adversidad en bienestar.